“Los lugares más calientes en el infierno están reservados para quienes,
en tiempo de gran crisis, mantienen su neutralidad”. J.F.K.
La mañana de 11 de septiembre – 1973 – comenzó fresca y con cielos despejados. Nadie imaginaba que éste era el amanecer del golpe de estado más violento y horrible en la historia de Chile y de las Américas. A las siete de la mañana, el presidente Allende fue al Palacio de la Moneda y tanto él como todos los presentes en la oficina central del partido de Unión Popular estaban informados de la situación militar. Víctor Jara, miembro militante del Partido Comunista de Chile, se había distinguido en trabajo voluntario entre los estudiantes que, en esos días anteriores al golpe, llevaron comida y combustible a la gente que sufría los efectos devastadores de la huelga de camioneros. Por esta causa Víctor había corrido a la Universidad Técnica del Estado, en Santiago. Allí se puso en contacto con los líderes de la universidad y juntos decidieron cerrar las entradas del edificio y prepararse para su defensa. A las nueve y media las calles, alrededor de la universidad fueron ocupadas por las fuerzas de carabineros quienes empezaban el ataque con toda clase de armamento pesado y semipesado. Se inició una batalla desigual, al considerar que no había armas dentro del edificio excepto algunos palos que se usaban como astas para las banderas de varios grupos. Los líderes pronto se dieron cuenta que cualquier intento de resistencia conduciría a una masacre inútil. Ya ellos habían visto que los carabineros estaban disparando los cañones de los tanques ocasionando enormes huecos en los muros y ventanas, además del intenso fuego de ametralladora que había causado innumerables heridos y muertos. En media hora el edificio de la universidad estaba en control de los carabineros. Ellos hicieron reunir a todos los estudiantes (más de seis mil) en el patio principal, donde fueron forzados a yacer con las manos detrás del cuello y las caras contra el suelo. Así comenzó el más sangriento capítulo de la historia estudiantil. Al más leve movimiento de un estudiante los carabineros disparaban inmediatamente. Muchos de los estudiantes de la Universidad Técnica sangraron hasta morir. Nadie podía hacer movimiento alguno para ayudar al amigo herido a su lado. Un movimiento así significaba su propia muerte. Desde las doce hasta las seis de la tarde los estudiantes permanecieron tirados en el suelo con las manos detrás del cuello. Después de una hora en esta posición el cuerpo siente toda clase de dolores y calambres. Inevitablemente algunas veces cambiaban de posición. Por hacer esto recibían ráfagas de metralla que extinguían muchas vidas. Víctor Jara estaba entre ellos y tenía que sufrir todo esto a su lado. Un poco antes de que los carabineros ocuparan el edificio, los estudiantes líderes le pidieron a Víctor que se alejara para evitar ser capturado pero él rehusó y expresó su decisión de quedarse. A las seis de la tarde los prisioneros fueron llevados en microbuses al estadio de Chile, ubicado a unas pocas cuadras de la Universidad Técnica. Este estadio tiene una capacidad de 15.000 personas máximo, y se usa generalmente para competencias de boxeo de aficionados y algunos espectáculos artísticos. Es un edificio viejo y destartalado, con muy mala ventilación. Los prisioneros al subir a los microbuses eran pateados y golpeados para acostumbrarlos a lo que estaba por venir. A las diez de la noche ya todos los estudiantes estaban en el estadio. El edificio estaba bien custodiado por dentro y por fuera como si se esperara un ataque sorpresivo. Este es el origen del concepto de “prisioneros de guerra” que usaron posteriormente en todos los campos de detención. Los prisioneros innecesariamente oían por los altoparlantes dentro del edificio la misma frase: “Maricones, traidores mierdas, ustedes son nuestros prisioneros de guerra, y si algo pasa los mataremos inmediatamente en represalia”. Las fuerzas combinadas de la represión (militares y carabineros) estaban bajo las órdenes de un comandante de campo, título que ese individuo repetía por los altoparlantes sin cansarse. “Les habla el comandante del campo de “prisioneros de guerra”. Al primer movimiento que nuestras fuerzas consideren sospechoso comenzarán a disparar sin consideración”. Y por supuesto que dispararon sin titubear! Sistemáticamente, cada quince minutos, sin que mediara causa alguna por ningún lado, les disparaban a los “prisioneros de guerra”. Caos, desesperación y pánico por todas partes. Al menos que uno haya vivido una escena como ésta, no puede imaginarse el alcance de la locura colectiva de las gentes cuando son provocadas por tan incomparable terror. Los prisioneros fueron acomodados en las gradas del estadio, y más abajo estaban los militares. Luces intensas eran enfocadas sobre los prisioneros. De repente, alguien al enloquecerse de terror comenzaba a gritar. Inmediatamente se hacían descargas de metralla sobre la sección de donde venían los gritos. Diez o veinte cuerpos caían de las gradas altas, rodando sobre los cuerpos de prisioneros que se habían tirado al suelo para evitar las balas. Yo vi, camaradas, que en todo el tiempo que estuvieron allí, nunca levantaron la cara del piso de piedra y luego habían perdido la capacidad de moverse. El choque sicológico era completo. Hubo gente que por muchos días apenas podía balbucear unas pocas palabras incoherentes. Había una sección especial de “prisioneros de guerra” para camaradas extranjeros, la mayoría argentinos, uruguayos y bolivianos. Estaban separados de los demás y sobre ellos se usó la más brutal represión y ferocidad. Eran los leprosos, “las cosas más sucias y despreciables jamás vistas” (palabras del comandante del campo). De vez en cuando, los soldados que los custodiaban atacaban este grupo (varios centenares) y comenzaban a golpearlos con las culatas de los fusiles, a pegarles, a escupirlos, insultarlos, y finalmente a dispararles sin provocación alguna. Víctor se movía entre los prisioneros, tratando de calmarlos, para mantener el mínimo de orden entre ellos. Una tentativa infructuosa. El terror, sin límites, había llevado a los prisioneros al grado más bajo de degradación humana. Los militares estaban decididos a lograrlo, y después de tres días de detención y de terror lo habían logrado. Los prisioneros, que no habían comido o bebido en esos tres días de prisión, vomitaban sobre los cuerpos de los camaradas muertos que yacían en las gradas. Yo vi cómo los prisioneros daban alaridos, con los ojos abiertos de terror, incapaces de recordar sus propios nombres. Víctor trataba de controlar su estado sicológico, muy difícil tarea, en vista de las circunstancias. En un momento dado Víctor bajó a la arena y se acercó a una de las puertas por donde entraban los nuevos prisioneros. Allí se chocó con el comandante del campo quien lo miró, e hizo una pequeña imitación de alguien tocando la guitarra. Víctor inclinó la cabeza afirmativamente, sonriendo triste y cándidamente. El militar se sonrió, como felicitándose por su descubrimiento, y llamó a cuatro soldados a quienes ordenó detener a Víctor allí mismo. Luego ordenó trajeran una mesa y la pusieran en el centro de la arena para que todo el mundo pudiera ver lo que iba a suceder. Condujeron a Víctor hasta la mesa y le ordenaron poner las manos sobre ella. En las manos del oficial se alzó rápidamente un hacha. (“Tengo dos hermosos hijos y un hogar feliz”, declaraba el oficial a la prensa extranjera días después). De un golpe cercenó los dedos de la mano izquierda de Víctor, y de otro golpe, los de la derecha. Los dedos cayeron al piso de madera, temblando y todavía moviéndose, mientras que el cuerpo de Víctor se desplomaba. Se oyó un grito colectivo de seis mil prisioneros. Esos doce mil ojos vieron luego cómo el oficial se abalanzaba sobre el cuerpo caído del cantante y actor Víctor Jara y comenzaba a golpearlo mientras gritaba: “Ahora sí, cantá, hijueputa”. Nadie que vio la cara del oficial, hacha en mano, con el cabello despelucado sobre la frente, puede olvidarlo. Era la cara de bestialidad y odio desenfrenado. Víctor recibió los golpes mientras sus manos sangraban y su cara rápidamente se tornó morada. Inesperadamente, se levantó con dificultad y ciegamente dio vuelta hacia las graderías del estadio. Sus pasos eran inseguros, las rodillas le temblaban, sus manos estiradas hacia delante como las de un sonámbulo. Cuando llegó a donde la arena y las graderías se encuentran, hubo un profundo silencio. Y luego se oyó el grito de su voz: “Listos camaradas. Hagámosle el favor al comandante”. Se afirmó por un momento y luego, levantando las ensangrentadas manos, con voz insegura comenzó a cantar el himno de la Unidad Popular, y todo el mundo cantó con él. Seis mil voces acompañaron a Víctor quien marcaba el compás con sus mutiladas manos. En su cara había una sonrisa – abierta y espontánea – y sus ojos brillaban como poseído. Eso fue demasiado para los militares. Una descarga de metralla, y el cuerpo de Víctor comenzó a doblarse como haciendo una gran reverencia a sus camaradas. Luego cayó de lado y allí permaneció. Más descargas siguieron de las bocas de las ametralladoras, pero esta vez iban dirigidas contra los de las graderías, que habían acompañado a Víctor. Una avalancha de cuerpos rodó hasta la arena cubiertos de balas. Los gritos de los heridos eran horribles. Pero Víctor Jara ya no los oía. Estaba muerto!
No comments:
Post a Comment